Cuando era niño y adolescente siempre le compraba o arrancaba de jardines flores a mamá. Alguna que otra vez también ella compraba jazmines pero muchísimas veces se los compré yo. Pasé por un puesto callejero y tuve la imperiosa necesidad de comprar aunque sea un ramillete.
Llegué a casa y no encontraba donde mamá guardaba los floreros. Recuerdo uno que hubiera sido ideal para el tamaño de esos pimpollos de jazmín que ya se abrieron que no encuentro y encontré dos más que no recordaba.
Al saber que tengo al menos dos floreros más me gustaría comprar más flores para la casa. Me gusta tener la casa linda porque sé que a ella le gustaba tenerla así. Y cuando estaba viva a mi me daba igual si dejaba tirado algo y hoy intento no dormirme con cosas sucias en la pileta o con ropa sin lavar en el canasto. Y vuelvo al olor a los jazmines y al verano.
El verano era la estación favorita de mamá y era eterno en el más lindo de los sentidos el tiempo que pasábamos juntos en verano. Escribo esto y se me nublan los ojos pensando en que ya no habrán más veranos y pienso y me arrepiento de no haberlos saboreado más con ella pero nunca imaginé que pasar tiempo con mamá se convertiría en una idea que ya no, que ya no pasará nunca más, por más que haya leído infinidad de veces ese poema de la Vilariño.
Ya no habrá tiempo juntos, esa idea la tenía pensando en los hombres, en una pareja en la que se puede ir el amor, pero jamás en mi madre porque para mí era inquebrantable. Y lo fue porque la Muerte la obligó a irse y ella tuvo que hacerlo pero lo hizo desafiante, pensando que podía ganar la pulseada.
Y en parte la ganó porque vive en muchos, en especial en mi hermana y en mi. Y me quedan este olor a jazmines, dos floreros aún sin flores, infinidad de recuerdos y un millón de lágrimas que irán saliendo y que cada una irá endureciendo las miles de cuchilladas en el pecho que quedan por su ausencia.
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